miércoles, 25 de agosto de 2021

EL VAPOR DE LA CALDERA.

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

 

En mi consulta, junto al ordenador y la impresora, tengo enmarcada una foto: es el andén de una estación. Una estación de provincias.

 

En la foto –blanco y negro, finales de los sesenta– aparecen tres personas. Si algún curioso pregunta –un enfermo, un amigo, un colega– le digo, por abreviar, que la tengo justo allí porque me gusta; por la mera belleza de la imagen; porque la luz del andén es perfecta; porque los rostros respiran; porque el conjunto es redondo; porque el encuadre es rotundo.

 

No les miento a mis pacientes cuando digo que me gusta. Hay un halo de misterio en la bruma del vapor de la caldera, en la luz cenital que se filtra desde el techo, en la estructura metálica que soporta la vidriera, en las sombras de las maletas esparcidas por el suelo.

 

Las maletas van atadas con cordel; algunas, con correas o latiguillos; y casi se adivina en su interior la chacina y el buen pan para el viaje, la gruesa ropa de lana, la navaja cachicuerna, la bufanda de repuesto y la estampita dorada con la patrona del pueblo.

 

Un reloj grande y redondo marca en la foto las cinco –el tiempo detenido para siempre en sus agujas–, y esa luz cenital, turbia y muy débil, reverbera con desmayo acrecentando las sombras.

 

En la estación hay también una puerta rotulada: <<Jefe de Estación>>, y otra con el vocablo <<Retr...>>, que yo entiendo debe de ser “retrete”, porque el extremo final lo tapa la locomotora.

 

Los vagones son vetustos, casi decrépitos, con el aire fatigado de quien ha viajado mucho y ya lo ha visto casi todo, igual que las maletas de madera esparcidas por el suelo, con sus perfiles rectilíneos y las esquinas exactas.

 

Dentro del tren, en la segunda ventanilla del vagón central –rectangular, con rebordes metálicos, silueteando apenas las dos cortinillas interiores– asoma medio cuerpo de un hombre seco y nervudo, chaqueta de pana gastada, bufanda recia, ademanes imperiosos y edad indefinida. Lleva un cigarrillo en la comisura de los labios, y un ojo un poco entrecerrado, tal vez molesto por el humo del pitillo. Lleva boina también ese hombre de la foto, como boina llevará, sin duda, la maleta cerrada que recoge desde adentro: una maleta colosal, mastodóntica, hiperbólica, que le pasa desde el andén, a través de la ventanilla, otro hombre de su mismo porte, de su misma hechura.

 

Ese otro hombre del andén, el que levanta la maleta para entregarla al de adentro –de espaldas al fotógrafo, coronada su cabeza con un sombrero cordobés– alza la maleta apenas sin esfuerzo, con la pasmosa agilidad de quien acostumbra a usar herramientas para convertir en fértil el baldío, para abonar el barbecho, para manejar la hoz, para cargar aceitunas.

 

Hay también un niño pequeñito en el andén. Tiene casi nueve años. Viste pantalón muy corto, botines oscuros, gorra de tela a cuadros y jersey a rayas. Está de pie, casi de perfil, embelesado en el vapor de la caldera, algo ajeno a los adultos, la mirada a mitad de camino entre los raíles del tren y la escena de la ventanilla. Aguardando un no sé qué, como expectante.

 

La fotografía la tengo en mi consulta, junto al ordenador y la impresora, para que cada mañana, al pulsar los botones de encendido, me recuerde quién soy yo y de dónde vengo.

 

Es la foto de mi padre, Juan, marchando a Cataluña para trabajar en Lérida. Es la foto de mi tío Manuel alargándole a su hermano la maleta. Es mi propia foto, embelesado en el vapor fantasmal de la caldera. Es la foto que tomó mi madre, María, en ese momento exacto: cuando la luz cenital filtrada por la vidriera recortaba las sombras esparcidas por el suelo, y el reloj de la estación daba las cinco.

 

Y es la foto, también, de tantos y tantos emigrantes que, como guijarros arrojados a la playa por la fuerza de las olas, se dispersaron por el mundo para traer lumbre y pan a sus hogares y levantar así, con su sudor, la España aquella.

 

Firmado:

 

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

 

 

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