jueves, 31 de enero de 2019

Colinas como elefantes blancos

 

Colinas como elefantes blancos

 

Ernest Hemingway

 

 

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. Elnorteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.

 

 

-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

 

-Hace calor -dijo el hombre.

 

-Tomemos cerveza.

 

-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.

 

-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.

 

-Sí. Dos grandes.

 

La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.

 

-Parecen elefantes blancos -dijo.

 

-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.

 

-No, claro que no.

 

-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.

 

La muchacha miró la cortina de cuentas.

 

-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?

 

-Anís del Toro. Es una bebida.

 

-¿Podríamos probarla?

 

-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.

 

La mujer salió del bar.

 

-Cuatro reales.

 

-Queremos dos de Anís del Toro.

 

-¿Con agua?

 

-¿Lo quieres con agua?

 

-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?

 

-No sabe mal.

 

-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.

 

-Sí, con agua.

 

-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.

 

-Así pasa con todo.

 

-Sí-dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.

 

-Oh, basta ya.

 

-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.

 

-Bien, tratemos de pasar un buen rato.

 

-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?

 

-Fue ocurrente.

 

-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?

 

-Supongo.

 

La muchacha contempló las colinas.

 

-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.

 

-¿Tomamos otro trago?

 

-De acuerdo.

 

El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.

 

-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.

 

-Es preciosa -dijo la muchacha.

 

-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.

 

La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.

 

-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.

 

La muchacha no dijo nada.

 

-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.

 

-¿Y qué haremos después?

 

-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.

 

-¿Qué te hace pensarlo?

 

-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.

 

La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.

 

-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.

 

-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.

 

-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.

 

-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.

 

-¿Y tú de veras quieres?

 

-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.

 

-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?

 

-Te quiero. Tú sabes que te quiero.

 

-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?

 

-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.

 

-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?

 

-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.

 

-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.

 

-¿Qué quieres decir?

 

-Yo no me importo.

 

-Bueno, pues a mí sí me importas.

 

-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.

 

-No quiero que lo hagas si te sientes así.

 

La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.

 

-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.

 

-¿Qué dijiste?

 

-Dije que podríamos tenerlo todo.

 

-Podemos tenerlo todo.

 

-No, no podemos.

 

-Podemos tener todo el mundo.

 

-No, no podemos.

 

-Podemos ir adondequiera.

 

-No, no podemos. Ya no es nuestro.

 

-Es nuestro.

 

-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.

 

-Pero no nos los han quitado.

 

-Ya veremos tarde o temprano.

 

-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.

 

-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.

 

-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…

 

-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?

 

-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…

 

-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?

 

Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.

 

-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.

 

-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.

 

-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.

 

-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.

 

-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.

 

-¿Querrías hacer algo por mi?

 

-Yo haría cualquier cosa por ti.

 

-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?

 

Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.

 

-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.

 

-Voy a gritar -dijo la muchacha.

 

La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.

 

-El tren llega en cinco minutos -dijo.

 

-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.

 

-Que el tren llega en cinco minutos.

 

La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.

 

-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.

 

-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

 

Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.

 

-¿Te sientes mejor? -preguntó él.

 

-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.

 

FIN

viernes, 18 de enero de 2019

La vida es sueño

La vida es sueño

 

ROSAURA:      Hipogrifo violento

  que corriste parejas con el viento,

  ¿dónde, rayo sin llama,

  pájaro sin matiz, pez sin escama,

  y bruto sin instinto

  natural, al confuso laberinto

  de esas desnudas peñas

  te desbocas, te arrastras y despeñas?

  Quédate en este monte,

  donde tengan los brutos su Faetonte;

  que yo, sin más camino

  que el que me dan las leyes del destino,

  ciega y desesperada

  bajaré la cabeza enmarañada

  de este monte eminente,

  que arruga al sol el ceño de su frente.

  Mal, Polonia, recibes

  a un extranjero, pues con sangre escribes

  su entrada en tus arenas,

  y apenas llega, cuando llega a penas;

  bien mi suerte lo dice;

  mas ¿dónde halló piedad un infelice?

 

       Sale CLARÍN, gracioso

 

 

CLARÍN:    Di dos, y no me dejes

  en la posada a mí cuando te quejes;

  que si dos hemos sido

  los que de nuestra patria hemos salido

  a probar aventuras,

  dos los que entre desdichas y locuras

  aquí habemos llegado,

  y dos los que del monte hemos rodado,

  ¿no es razón que yo sienta

  meterme en el pesar, y no en la cuenta?

ROSAURA:   No quise darte parte

  en mis quejas, Clarín, por no quitarte,

  llorando tu desvelo,

  el derecho que tienes al consuelo.

  Que tanto gusto había

  en quejarse, un filósofo decía,

  que, a trueco de quejarse,

  habían las desdichas de buscarse.

CLARÍN:    El filósofo era

  un borracho barbón; ¡oh, quién le diera

  más de mil bofetadas!

  Quejárase después de muy bien dadas.

  Mas ¿qué haremos, señora,

  a pie, solos, perdidos y a esta hora

  en un desierto monte,

  cuando se parte el sol a otro horizonte?

ROSAURA:   ¿Quién ha visto sucesos tan extraños!

  Mas si la vista no padece engaños

  que hace la fantasía,

  a la medrosa luz que aun tiene el día,

  me parece que veo

  un edificio.

CLARÍN:       O miente mi deseo,

  o termino las señas.

ROSAURA:   Rústico nace entre desnudas peñas

  un palacio tan breve

  que el sol apenas a mirar se atreve;

  con tan rudo artificio

  la arquitectura está de su edificio,

  que parece, a las plantas

  de tantas rocas y de peñas tantas

  que al sol tocan la lumbre,

  peñasco que ha rodado de la cumbre.

CLARÍN:    Vámonos acercando;

  que éste es mucho mirar, señora, cuando

  es mejor que la gente

  que habita en ella, generosamente

  nos admita.

ROSAURA:       La puerta

  --mejor diré funesta boca--abierta

  está, y desde su centro

  nace la noche, pues la engendra dentro.

 

      Suena ruido de cadenas

 

 

CLARÍN:    ¿Qué es lo que escucho, cielo!

ROSAURA:   Inmóvil bulto soy de fuego y hielo.

CLARÍN:    ¿Cadenita hay que suena?

  Mátenme, si no es galeote en pena.

  Bien mi temor lo dice.

 

         Dentro SEGISMUNDO

 

 

SEGISMUNDO:¡Ay, mísero de mí, y ay infelice!

ROSAURA:   ¡Qué triste vos escucho!

  Con nuevas penas y tormentos lucho.

CLARÍN:    Yo con nuevos temores.

ROSAURA:   Clarín...

CLARÍN:    ¿Señora...?

ROSAURA:   Huyamos los rigores

  de esta encantada torre.

CLARÍN:     Yo aún no tengo

  ánimo de huír, cuando a eso vengo.

ROSAURA:   ¿No es breve luz aquella

  caduca exhalación, pálida estrella,

  que en trémulos desmayos

  pulsando ardores y latiendo rayos,

  hace más tenebrosa

  la obscura habitación con luz dudosa?

  Sí, pues a sus reflejos

  puedo determinar, aunque de lejos,

  una prisión obscura;

  que es de un vivo cadáver sepultura;

  y porque más me asombre,

  en el traje de fiera yace un hombre

  de prisiones cargado

  y sólo de la luz acompañado.

  Pues huír no podemos,

  desde aquí sus desdichas escuchemos.

  Sepamos lo que dice.

 

Descúbrese SEGISMUNDO con una cadena y la luz vestido de

pieles

 

 

SEGISMUNDO:¡Ay mísero de mí, y ay infelice!

     Apurar, cielos, pretendo,

  ya que me tratáis así,

  qué delito cometí

  contra vosotros naciendo.

  Aunque si nací, ya entiendo

  qué delito he cometido;

  bastante causa ha tenido

  vuestra justicia y rigor,

  pues el delito mayor

  del hombre es haber nacido.

     Sólo quisiera saber

  para apurar mis desvelos

  --dejando a una parte, cielos,

  el delito del nacer--,

  ¿qué más os pude ofender,

  para castigarme más?

  ¿No nacieron los demás?

  Pues si los demás nacieron,

  ¿qué privilegios tuvieron

  que no yo gocé jamás?

    Nace el ave, y con las galas

  que le dan belleza suma,

  apenas es flor de pluma,

  o ramillete con alas,

  cuando las etéreas salas

  corta con velocidad,

  negándose a la piedad

  del nido que dejan en calma;

  ¿y teniendo yo más alma,

  tengo menos libertad?

     Nace el bruto, y con la piel

  que dibujan manchas bellas,

  apenas signo es de estrellas

  --gracias al docto pincel--,

  cuando, atrevido y crüel,

  la humana necesidad

  le enseña a tener crueldad,

  monstruo de su laberinto;

  ¿y yo, con mejor instinto,

  tengo menos libertad?

     Nace el pez, que no respira,

  aborto de ovas y lamas,

  y apenas bajel de escamas

  sobre las ondas se mira,

  cuando a todas partes gira,

  midiendo la inmensidad

  de tanta capacidad

 como le da el centro frío;

  ¿y yo, con  más albedrío,

  tengo menos libertad?

     Nace el arroyo, culebra

  que entre flores se desata,

  y apenas sierpe de plata,

  entre las flores se quiebra,

  cuando músico celebra

  de las flores la piedad

  que le dan la majestad

  del campo abierto a su huída;

  ¿y teniendo yo más vida,

  tengo menos libertad?

     En llegando a esta pasión,

  un volcán, un Etna hecho,

  quisiera sacar del pecho

  pedazos del corazón.

  ¿Qué ley, justicia o razón

  negar a los hombres sabe

  privilegios tan süave

  excepción tan principal,

  que Dios le ha dado a un cristal,

  a un pez, a un bruto y a un ave?

ROSAURA:      Temor y piedad en mí

  sus razones han causado.

SEGISMUNDO:¿Quién mis voces ha escuchado?

  ¿Es Clotaldo?

CLARÍN:          Di que sí.

ROSAURA:   No es sino un triste, ¡ay de mí!,

  que en estas bóvedas frías

  oyó tus melancolías.

SEGISMUNDO:Pues la muerte te daré

  porque no sepas que sé

  que sabes flaquezas mías.

     Sólo porque me has oído,

  entre mis membrudos brazos

  te tengo de hacer pedazos.

CLARÍN:    Yo soy sordo, y no he podido

  escucharte.

ROSAURA:      Si has nacido

  humano, baste el postrarme

  a tus pies para librarme.

SEGISMUNDO:Tu voz pudo enternecerme,

  tu presencia suspenderme,

  y tu respeto turbarme.

     ¿Quién eres?  Que aunque yo aquí

  tan poco del mundo sé,

  que cuna y sepulcro fue

  esta torre para mí;

  y aunque desde que nací

  --si esto es nacer-- sólo advierto

  eres rústico desierto

  donde miserable vivo,

  siendo un esqueleto vivo,

  siendo un animado muerte.

     Y aunque nunca vi ni hablé

  sino a un hombre solamente

  que aquí mis desdichas siente,

  por quien las noticias sé

  del cielo y tierra; y aunque

  aquí, por que más te asombres

  y monstruo humano me nombres,

  este asombros y quimeras,

  soy un hombre de las fieras

  y una fiera de los hombres.

     Y aunque en desdichas tan graves,

  la política he estudiado,

  de los brutos enseñado,

  advertido de las aves,

  y de los astros süaves

  los círculos he medido,

  tú sólo, tú has suspendido

  la pasión a mis enojos,

  la suspensión a mis ojos,

  la admiración al oído.

     Con cada vez que te veo

  nueva admiración me das,

  y cuando te miro más,

  aun más mirarte deseo.

  Ojos hidrópicos creo

  que mis ojos deben ser;

  pues cuando es muerte el beber,

  beben más, y de esta suerte,

  viendo que el ver me da muerte,

  estoy muriendo por ver.

     Pero véate yo y muera;

  que no sé, rendido ya,

  si el verte muerte me da,

  el no verte ¿qué me diera?

  Fuera más que muerte fiera,

  ira, rabia y dolor fuerte

  fuera vida.  De esta suerte

  su rigor he ponderado,

  pues dar vida a una desdichado

  es dar a un dichoso muerte.

ROSAURA:      Con asombro de mirarte,

  con admiración de oírte,

  ni sé qué pueda decirte,

  ni qué pueda preguntarte;

  sólo diré que a esta parte

  hoy el cielo me ha guïado

  para haberme consolado,

  si consuelo puede ser

  del que es desdichado, ver

  a otro que es más desdichado.

     Cuentan de un sabio que un día

  tan pobre y  mísero estaba,

  que sólo se sustentaba

  de unas yerbas que comía.

  ¿Habrá otro --entre sí decía--

  más pobre y triste que yo?

  Y cuando el rostro volvió,

  halló la respuesta, viendo

  que iba otro sabio cogiendo

  las hojas que él arrojó.

     Quejoso de la fortuna

  yo en este mundo vivía,

  y cuando entre mí decía:

  ¿Habrá otra persona alguna

  de suerte más importuna?,

  piadoso me has respondido;

  pues volviendo en mi sentido,

  hallo que las penas mías,

  para hacerlas tú alegrías

  las hubieras recogido.

 

     Y por si acaso mis penas

  pueden aliviarte en parte,

  óyelas atento, y toma

  las que de ellas no sobraren.

  Yo soy...

 

El conde Lucanor, cuento X

 

Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía altramuces.

 

Otro día hablaba el conde Lucanor con Patronio de este modo:

 

–Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza que me da igual la muerte que la vida.

 

Os pido que me deis algún consejo para evitar esta congoja.

 

–Señor conde Lucanor –dijo Patronio–, para que encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos.

 

El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido.

 

–Señor conde Lucanor –dijo Patronio–, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer.

 

Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces.

 

Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí.

 

Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo.

 

Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico.

 

Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba.

 

El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse.

 

Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado, pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse.

 

Con este consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra vez volvió a ser rico.

 

Y vos, señor conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo.

 

Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros.

 

Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se encontraba.

 

Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:

 

"Por padecer pobreza nunca os desaniméis,

porque otros más pobres un día encontraréis".

Don Juan Manuel

El hombre que no tenía camisa

La camisa del hombre feliz

 

León Tolstoi

 

(1828-1910)

 

 

 


 

LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ

 

 

 

En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar

que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo

el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y

otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de

mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron

tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto,

menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países.

 

Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más

insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado

estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a

quien fuera capaz de curarle.

 

El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del

gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y

curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la

salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:

 

—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males,

Señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa

es la cura a vuestra enfermedad.

 

Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra,

pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que

tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de

amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos.

 

Sin embargo, una tarde, los soldados del zar pasaron junto a

una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado

junto a la lumbre de la chimenea:

 

—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de

hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?

 

Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un

hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar

ordenó inmediatamente:

 


 

—Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a

cambio lo que pida!

 

En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos

para celebrar la inminente recuperación del gobernante.

 

Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los

emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas,

cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:

 

—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la

vista mi padre!

 

—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz

no tiene camisa.