viernes, 17 de febrero de 2012

Preparación de el río que nos lleva

José Luis Sampedro recrea en su obra escribir es vivir algunas de las
múltiples anécdotas vividas con ocasión de preparar el río que nos lleva,
cuya lectura recomendamos entusiastamente:

Pasaron los años, crecí, escribí tres novelas y dos obras de teatro y llegó
el momento en que los gancheros reclamaron su sitio.
Escribir la novela me costó nueve años porque, aparte de las múltiples
ocupaciones de las que les he hablado, para documentarme me dediqué a
recorrerme esas tierras, a patearme la cuenca del río Tajo, el recorrido de
los gancheros. Para no cargar con todos los mapas, me hice uno basándome en
los mapas del Instituto Geográfico del 1/50.000. Pasé toda la cuenca del río
Tajo a una tira de papel vegetal de una anchura de unos quince centímetros.
La tira alargada medía unos ocho metros. Yo caminaba con mi mochila y en
ella mi mapa enroscado, me paraba en los pueblos, hablaba con la gente,
intentaba recoger testimonios. ¡Uy, si yo les contara anécdotas de esas
andanzas, quedarían estupefactos!
Imagínense lo que era la sierra de Molina, la serranía de Cuenca en los
cincuenta. No, no pueden. Aquello era otro planeta.
Un día caminando, al atardecer me encontré a un hombre sentado en la cuneta
del camino con una hogaza de pan partida por la mitad, apretada contra el
cuerpo, y una navaja de considerables dimensiones, con la que iba cortando
rebanadas de pan y se las comía. Me senté a su lado, le saludé y empecé la
conversación: «¿Qué, merendando?». «Ya ve usted, pan y navaja», fue la
respuesta. Tremenda, ¿no creen? A mí la austeridad, la dureza de esa vida me
pareció tan excesiva que, pensando en aquel hombre, quise titular mi novela
Pan y navaja. A don Manuel Aguilar, el editor, no le pareció bien, lo tildó
de tremendista, un adjetivo muy usado en aquella época y, como yo aún no
estaba en condiciones de llevarle la contraria a un editor, pues lo cambié
por El río que nos lleva que también es buen título, pero sigo pensando que
Pan y navaja era muy expresivo de la vida en esas tierras.
En otra ocasión llegué a un pueblecito muy pequeño al atardecer y pregunté
si había algún sitio donde hospedarme. Como yo iba andando, con mi
chambergo, mi mochila, observando y tomando notas, cuando llegaba a los
pueblos, la gente primero me miraba con recelo. Yo me apresuraba a
aclararles que no era ni de Hacienda ni de la Comisaría de Abastecimientos,
que eran los dos miedos de los campesinos frente a un extraño de la ciudad.
Entonces, llego a aquel pueblecito, entro en el bar, hago las aclaraciones
pertinentes antes de indagar por el hospedaje y los del bar me remiten al
estanco. La del estanco que, efectivamente, ofrecía habitación y desayuno a
la gente de paso, me enseña una habitación limpia, aseada, con su lavamanos
de tres patas y su jarra de agua. Todo muy bien, acepto quedarme, paso allí
la noche y a la mañana siguiente bajo a desayunar y pregunto dónde podía
hacer eso que se hace por las mañanas. Naturalmente, sabía que en el corral,
no es que yo esperase un suntuoso cuarto de baño, pero no sabía dónde estaba
el corral. La señora me señala una puerta y dice:
«Ahí, detrás de aquella puerta, está el corral y al lado de la puerta
encontrará usted el papel y el sable".
Me acerco, miro y, sí, veo unos trozos de Abe cortados y colgando de un
clavo en la pared, y, para mi estupor, tal y como acababa de oírle a la
señora, al lado había un inmenso sable curvo, oxidado y desenvainado que me
desconcertaba.
«Mire, señora, no me explique usted lo del papel, eso ya lo sé, pero
dígame, ¿qué hago yo con un sable?"
«No, no, cójalo usted -me replicó-, porque en el corral tenemos suelto un
cerdo que acomete."
De verdad, de verdad, no bromeo, que esto no lo inventa ningún escritor.
Créanme, cogí mi sable, unas hojas de papel y culminé la operación. Tuve
suerte, el cerdo se portó bien conmigo, estuvo muy tranquilo, se limitó a
gruñir, pero no hizo nada, no «acometió» (tomen nota de la expresión). Eso
sí, tuve que darles la razón en lo del sable porque, claro, no es que el
cerdo me fuese a devorar, pero si me pegaba un empujón y me tiraba sobre mi
propia obra, pues
¡menudo fastidio!
En otro episodio de mis andanzas por la cuenca del Tajo recibí una lección
de erotismo inimaginable. Entro en una tiendecilla a comprarme una lata de
atún y alguna cosilla para comer en el camino, le gasto unas cuantas bromas
a la joven que me está atendiendo, la muchacha ríe y, de pronto, se abre una
cortina en el fondo de la tienda y aparece una señora que no podía ser más
que la madre de quien me estaba despachando. Una señora cincuentona, entrada
en carnes, pero con una expresión muy juvenil, una tez muy viva, la piel muy
estirada con sus mejillas redondas, en fin, la salud personificada. Habría
estado oyendo mi conversación con su hija, le debí resultar simpático
porque sale y me dice:
«No compre usted este jamón, ése lo tengo sólo para la tienda, pase y va
usted a ver qué jamón tengo".
Paso, pues, a la trastienda, pruebo el jamón estupendo, el vinito,
charlamos un rato y ahora ¡fíjense bien en lo que les voy a contar! La
señora nunca había viajado en tren, le parecía vergonzoso, no entendía cómo
una mujer decente podía subirse a un tren y viajar en coche-cama. Me quedé
verdaderamente estupefacto e intenté explicarle:
«No, mire, señora, es verdad que hay vagones en los que se duerme, pero los
compartimientos están separados por sexos, salvo que sean matrimonio...». Y
entonces ella me miró con desdén y con un aire despectivo, como pensando qué
sabrá este doctrino de la vida, me interrumpe:
«¿Es que usted no se da cuenta de la poca vergüenza que tiene que tener una
mujer para desnudarse, aunque esté sola, dentro de una cosa que se mueve?".
¡Cuántas veces he reflexionado yo sobre eso! Una señora que se le alegran
las pajarillas sólo con pensar que se iba a desnudar dentro de una cosa que
se mueve. Eso es maravilloso. En un pueblo de la sierra, en el quinto pino
que uno piensa «esta gente no ha visto nada», y resulta que esa gente ha
visto todo lo que hay que ver porque ha visto la vida.
Otra vez me pasó lo siguiente: entré en una de esas casas de comidas rurales
en las que hay una mesa muy larga con un banco a cada lado de la mesa. Uno
entraba, se sentaba en el banco y le traían el plato servido con la cuchara
y el tenedor, pero sin cuchillo, porque se daba por supuesto que el cliente
llevaba el suyo, generalmente una navaja de punta curva que servía también
para cortar sarmientos. La Girodias era la marca que tenía todo el mundo; yo
también, como es natural. Ustedes ya habrán podido observar que soy un
chinche para llegar temprano; en aquella ocasión también fui el primero en
entrar. Me senté en el banco, pedí mi comida (aún recuerdo que fue sopa de
ajo, un pichón, una fruta, vino, pan por trece pesetas) y al rato entraron
dos hombres y se sentaron frente a mí. Nos saludamos y empezamos a hablar.
Ellos eran muy rústicos y aunque yo me esforcé por estar en el mismo tono,
la diferencia cultural y de vocabulario en una conversación animada y
prolongada se nota. Al cabo de un rato, uno de ellos se me queda mirando y
me dice:
«Oiga, usted por lo menos es maestro de escuela".
Para él, maestro de escuela era lo máximo en cuestión de sabiduría. Yo
entonces era encargado de una cátedra en la universidad de la capital, pero
como comprendía que el hombre había dicho lo más que él podía imaginar, pues
le dije que sí, que era maestro, y el hombre quedó tan contento y orgulloso
de su intuición.

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