martes, 3 de agosto de 2021

"Carta de Antonio Machado al escritor ruso David Vigodsky".

"Carta de Antonio Machado al escritor ruso David Vigodsky".

 

20 de febrero de 1937.

 

Mi querido y lejano amigo:

 

Con algún retraso me llega su amable carta del 23 de enero, que habría contestado a vuelta de correo, si mis achaques habituales no se hubiesen complicado con una enfermedad de los ojos, que me ha impedido escribir durante varios días.

 

En efecto, soy viejo y enfermo, aunque usted por su mucha bondad no quiera creerlo: viejo, porque paso de los sesenta, que son muchos años para un español; enfermo, porque las vísceras más importantes de mi organismo se han puesto de acuerdo para no cumplir exactamente su función. Pienso, sin embargo, que hay algo en mí todavía poco solidario de mi ruina fisiológica, y que parece implicar salud y juventud de espíritu, si no es ello también otro signo de senilidad, de regreso a la feliz creencia en la dualidad de sustancias.

 

De todos modos, mi querido Vigodsky, me tiene usted del lado de la España joven y sana, de todo corazón al lado del pueblo, de todo corazón también enfrente de esas fuerzas negras –¡y tan negras!– a que usted alude en su carta.

 

En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos –nuestros barinas– invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España, no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre nosotros un deber elementalísimo de gratitud.

 

He visto con profunda satisfacción la intensa corriente de simpatía hacia Rusia que ha surgido en España. Esta corriente es, acaso, más honda de lo que muchos creen. Porque ella no se explica totalmente por las circunstancias históricas en que se produce, como una coincidencia en Carlos Marx y en la experiencia comunista, que es hoy el gran hecho mundial. No. Por debajo y por encima y a través del marxismo, España ama a Rusia, se siente atraída por el alma rusa. Lo tengo dicho hace ya más de quince años, en una fiesta que celebramos en Segovia, para recaudar fondos que enviar a los niños rusos. «Rusia y España, se encontrarán un día como dos pueblos hondamente cristianos, cuando los dos sacudan el yugo de la iglesia que los separa.»

 

Leyendo hace unos meses «El Adolescente», de Dostoïevski -vuestro gran DostoIevski- encontré algunas páginas, en mi opinión proféticas, que me afirman en la idea que tuve siempre del alma rusa. Un personaje de esta novela, Versilov -cito y resumo de memoria, porque mis libros se han quedado en Madrid-, dice, conversando con su hijo, que llegará un día en que los hombres vivan sin Dios. Y cuando se haya agotado esa gran fuente de energía que les prestaba calor y nutría sus almas, los hombres se sentirán solitarios y huérfanos. Pero añade -y esto es a mi juicio lo específicamente ruso- que él no ha podido nunca imaginar a los hombres como seres ingratos y embrutecidos. Los hombres entonces se abrazarán más estrecha y amorosamente que nunca, se darán la mano con emoción insólita, comprendiendo que, en lo sucesivo, serán ya los unos para los otros. La idea y el sentimiento de la inmortalidad serán suplidos por el sentido fraterno del amor. Claramente se ve cómo Dostoïevski es un alma tan impregnada de Cristianismo, que ni en los días de mayor orfandad y más negro ateísmo que él imagina, puede concebir la ausencia del sentimiento específicamente cristiano. Y expresamente lo dice Versilov, al fin de su discurso, en estas o parecidas palabras: Entre los hombres huérfanos y solitarios veo al Cristo tendiéndoles los brazos y gritándoles: ¿Cómo habéis podido olvidarme?

 

Como maestra de cristianismo, el alma rusa, que ha sabido captar lo específicamente cristiano -el sentido fraterno del amor, emancipado de los vínculos de sangre- encontrará un eco profundo en el alma española, no en la calderoniana, barroca y eclesiástica, sino en la cervantina, la de nuestro generoso hidalgo Don Quijote, que es a mi juicio, la genuinamente popular, nada católica, en el sentido sectario de la palabra, sino humana y universalmente cristina.

 

Uno de los más grandes bienes que espero del triunfo popular en nuestro mayor acercamiento a Rusia, la mayor difusión de su lengua y de su gran literatura, poco y mal conocida aún entre nosotros y que, no obstante, ha dejado ya muy honda huella en España.

 

Con toda el alma agradezco a usted como español la labor de hispanista a que usted ahora se consagra. Por nuestro amigo Rafael Alberti tenía de ella la mejor noticia. Ahora me anuncia usted su traducción de «El Mágico Prodigioso», el magnífico drama de Calderón de la Barca. El teatro calderoniano es a mi juicio la gran catedral estilo jesuita de nuestro barroco literario. Su traducción a la lengua rusa llenará de orgullo y satisfacción a todos los amantes de nuestra literatura.

 

Sobre la tragedia de Unamuno, que es tragedia de España, publiqué una nota en el primer cuaderno de la Casa de la Cultura. Se la copio, levemente retocada para subsanar una errata importante de su texto. Dice así: «A la muerte de don Miguel de Unamuno, hubiera dicho Juan de Mairena: de todos los grandes pensadores, que hicieron de la muerte tema esencial de sus meditaciones, fue Unamuno quien menos habló de resignarse a ella. Tal fue la nota anti senequista -original y españolísima, no obstante, de este incansable poeta de la angustia española- Porque, fue Unamuno todo, menos un estoico, es decir, todo antes que un maestro de resignación a la fatalidad del morirse, le negaron muchos el don filosófico, que poseía en sumo grado. La crítica, sin embargo, debe señalar que, coincidiendo con los últimos años de Unamuno, florece en Europa toda una metafísica existencialista, profundamente humana, que tiene a Unamuno, no sólo entre sus adeptos, sino también -digámoslo sin rebozo- entre sus precursores. De ello hablaremos largamente otro día. Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca ni lo creeré jamás.»

 

La muerte de García Lorca me ha entristecido mucho. Era Federico uno de los dos grandes poetas jóvenes andaluces. El otro es Rafael Alberti. Ambos, a mi juicio, se complementaban como expresión de dos aspectos de la patria andaluza: la oriental y la atlántica. Lorca, más lastrado de folklore y de campo, era genuina y esencialmente granadino. Alberti, hijo de un finis terra, la planicie gaditana, donde el paisaje se borra y se acentúa el perfil humano sobre un fondo de mar o de salinas, es un poeta más universal, pero no menos, a su manera, andaluza. Un crimen estúpido apagó para siempre la voz de Federico. Rafael visita los frentes de combate y, acompañado de su brava esposa María Teresa León, se expone a los más graves riesgos.

 

Releyendo, cosa rara en mí, los versos que dediqué a García Lorca, encuentro en ellos la expresión poco estéticamente elaborada de un pesar auténtico, y además, por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía, un sentimiento de amarga queja, que implica una acusación a Granada. Y es que Granada, pienso yo, una de las ciudades más bellas del mundo y cuna de españoles ilustres, es también -todo hay que decirlo- una de las ciudades más beocias de España, más entontecidas por su aislamiento y por la influencia de su aristocracia degradada y ociosa, de su burguesía irremediablemente provinciana. ¿Pudo Granada defender a su poeta? Creo que sí. Fácil le hubiera sido probar a los verdugos del fascio que Lorca era políticamente innocuo, y que el pueblo que Federico amaba y cuyas canciones recogía no era precisamente el que canta La Internacional.

 

En Madrid libertado o en Leningrado libre, yo también tendría sumo placer en estrechar su mano. Por de pronto me tiene usted en Valencia (Rocafort) al lado del Gobierno cien veces legítimo de la gloriosa República española y sin otra aspiración que la de no cerrar los ojos antes de ver el triunfo definitivo de la causa popular, que es -como usted dice muy bien- la causa común a toda la humanidad progresiva.

 

En fin, querido Vigodsky, no quiero distraer más su atención. Mis afectos a su hijo, el joven bautista de sus canarios con nombres de ríos españoles. Dígale que me ha conmovido mucho su gentil homenaje a la memoria del poeta querido.

 

Y usted disponga de su buen amigo,

 

Antonio Machado.

 

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