La camisa del hombre feliz
León Tolstoi
(1828-1910)
LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ
En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar
que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo
el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y
otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de
mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron
tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto,
menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países.
Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más
insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado
estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a
quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del
gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y
curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la
salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:
—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males,
Señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa
es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra,
pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que
tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de
amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos.
Sin embargo, una tarde, los soldados del zar pasaron junto a
una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado
junto a la lumbre de la chimenea:
—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de
hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un
hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar
ordenó inmediatamente:
—Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a
cambio lo que pida!
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos
para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los
emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas,
cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la
vista mi padre!
—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz
no tiene camisa.
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